En el mes de noviembre tendrá lugar en la isla el III Encuentro Mundial de Cursillos de Cristiandad. Pep Best, el dinámico periodista de Diario de Mallorca, entrevista a don Eduardo Bonnín, fundador, al parecer, del Movimiento en una isla marchita, a poca distancia del final de la posguerra y cuando aún se hacía sentir la escasez del racionamiento. Fue en el año cuarenta y cuatro, tiempo del pan de maíz y del estraperlo, cuando, según palabras de don Eduardo, él y sus compañeros se obsesionaron por comunicar el Evangelio de una forma atractiva; y cuatro años más tarde, el doctor Hervás, entonces obispo de la isla, acogió entusiásticamente al Movimiento y se puso al frente del mismo. Fueron tiempos de una exaltada religiosidad, que se extendió de la capital hacia los pueblos, provocando un fervor casi violento y totalitario; tanto, que de haberse impuesto el eslogan “ni un hogar sin cursillista”, se hubiera acertado plenamente.
Recuerdo los hechos con toda fidelidad. El vecino blasfemo acudía a los cursillos y aseguraba volver cambiado; el adolescente sonreía a una vida que no le correspondía con la misma gentileza. Imagino que ante la certeza de moverse a impulsos de un ideal definitivo, se intentaba, generosamente, incrustar la fe de la misma forma que se incrustan las balas: con violencia, quizás impulsados por la exigencia propia de quienes creen poseer la verdad. Don Eduardo afirma que en ellos hablaba el corazón y que su interés estribaba en provocar hambre de Dios, en tiempos, precisamente, en que había hambre de bienes y de comprensión; hambre de todo.
Aún así, el Movimiento alcanzó una resonancia sorprendente. Los cursillistas constituyeron partido. Tuvieron, y supongo que lo conservan, su himno que los identificaba: aquel De Colores, optimista y de pegadiza tonada. Se decía, y a este decir no he podido comprobarlo porque no me unió ninguna amistad con los practicantes, que se valían de unas nuevas denominaciones, más familiares que las usadas normalmente, para referirse a las figuras objeto de adoración.
Tanta familiaridad, que los devotos comentaban extrañados, y la incómoda postura que su postulado de hambruna saciada provocó, quizás fueran las causas del bajón que, en cuanto a su popularidad, experimentó el Movimiento. El señor Bonnín manifiesta que se encontraron con mucha incomprensión y cierto es que se cuentan historias que tiñen las manifestaciones de fe llevadas a cabo, de un marcado pintoresquismo.
Pero este es tema a tratar más extensamente. Lo cierto es que a menor popularidad, más expansión. El cursillismo, con mayor o menor resonancia que la adquirida en la isla, se ha extendido a cincuenta y tres países. No se ha cejado en el empeño de propagarlo. En Orense se expuso un cartel, símbolo indudable de oportunista visión religiosa que, parodiando al coñac, rezaba así: “Ejercicios Espirituales, es cosa de hombres”. Ahora, a los veinte y tantos años de aquella explosión de fe, en Mallorca se hablará otra vez de cursillismo. Hablarán, claro, los cursillistas que han aceptado, tras el Concilio Vaticano, regirse por el criterio en vez de por la norma, y, según palabras del señor Bonnín, cambiarán impresiones y ajustarán el reloj al ritmo de la época; de esta larga época que les ha sido favorable, hostil e indiferente.