"Amigo Juan Luis, estoy en la Universidad y durante una pausa, entre dos lecciones, he acabado de leer el libro que tú has escrito sobre la Historia de los Cursillos. Me ilusiona pensar que Eduardo Bonnín y sus amigos han soñado lo que hoy yo vivo en el Cursillo”.
Estoy llorando. Algunos amigos se han acercado preguntándome por qué lloraba… “Nada —he contestado—, estoy pensando sobre lo que me ha dicho un amigo”.
Miro la foto de Eduardo que tengo delante de mi escritorio, al lado de la de mi padre, y leo varias veces el mensaje que he recibido.
Amigo, Eduardo, pienso en la suerte que he tenido conociéndote personalmente y estando contigo en tantas circunstancias.
Sarah, la joven que me ha escrito, tiene 22 años y no te ha conocido, pero para ella eres y serás siempre un amigo. No importa que te hayas muerto, no importa que lo que le ha emocionado haya pasado hace 70 años y a muchos kilómetros de distancia.
Eduardo, qué huella has dejado aquí en Italia!
Sin duda alguna, una huella muy profunda porque aquí todos te consideran un amigo, un amigo muy querido.
He hablado con muchas personas y, cuando escuchan tu nombre, sale en las caras una sonrisa de alegría, un entusiasmo enorme. Parece que ni se han enterado de que te has muerto.
Pero, Eduardo, ¿te has muerto? En Italia no se han dado cuenta. Para los italianos no te has muerto, continuas vivo e ilusionando a muchos con el Amor de Dios.
Nos has enseñado a tener una particular atención hacia los jóvenes. Cada vez que nos encontrábamos me preguntabas cómo estaba mi hijo Mario y juntos le telefoneábamos. Tú le habías visto solo una vez, pero siempre te acordabas de ese niño moreno de ocho años que tenía un librito rojo en las manos. Le escribiste una dedicatoria. Hoy Mario está casado, tiene 31 años, es ingeniero y un valiente paracaidista deportivo... en su casa, en un sitio privilegiado está el librito rojo...
En el Cursillo de Cursillos de 2006 en Mallorca hubo una pareja de novios italianos. Se enamoraron inmediatamente de ti. Estabais siempre juntos... comíais juntos, paseabais juntos, no se alejaban de ti. Uno de ellos me dijo “no me cansaría nunca de mirar a ese viejecito...”.
Eduardo, solo una vez te has enfadado conmigo y fue cuando te dije que no había permitido participar en un Cursillo a una chica de 16 años.
Me miraste con esos ojos azules, que parecía que te entraban en el alma, y exclamaste: “¿quién eres tú para obstaculizar la acción del Espíritu Santo?”
Nos has enseñado la trascendencia de la Amistad. En todas las regiones de Italia hay personas que te han conocido y han experimentado la ternura de tu amistad. Para ti cada persona era importante, era importante hablar con todos los componentes de cada familia, sobre todo a nuestros hijos, conocer los nombres, los gustos de cada uno. Recuerdo la emoción que sentí cuando yo estaba en el hospital por la rotura de una pierna y me telefoneaste para preguntarme como estaba. Tú no te olvidabas nunca de tus amigos.
Para ti la Amistad era el secreto para poder construir, caminar juntos, una palabra que se trasforma en Amor y en oración en la vida de cada día.
Amistad, amistad, amistad.
Eduardo, tú nos has enseñado a confiar en el futuro. Te visitaron en Mallorca unos amigos italianos contándote las desviaciones de su Ultreya; tú contestaste: “A esa Ultreya pueden ir solo los locos y los santos. Los locos porque no se dan cuenta, los santos porque son santos”. Cuando te decíamos que en muchas partes de Italia el Cursillo no era come tú los habías soñado, nos contestabas siempre: “qué importa, amigo, si nos damos cuenta de que nos estamos equivocando se puede siempre cambiar. ¡Adelante, Ultreya!”
Las últimas palabras que me has dicho, pocos días antes de morir, fueron: “Juan Luis, no te canses nunca, adelante amigo, no te canses”. Unas palabras que se han quedado grabadas en el corazón y, cuando llega el cansancio, me recuerdan tu sonrisa y tu mirada ilusionada.
Eduardo, tú nos has enseñado una dimensión muy particular de la palabra humildad, una humildad que muy a menudo ha permitido que otros pretendieran méritos que nunca habían tenido
Eduardo tú has sido un profeta en el siglo veinte, como todos los profetas has sabido mirar muy lejos, ver cosas que otros no podían ver. Nos has enseñado a considerar la persona en su singularidad, una persona que no es el producto de una fabricación en serie, sino algo nuevo y único. Nos has hecho entender que la persona no tiene relaciones, sino que la persona es relación, la persona es profundidad, una profundidad que no es solo interioridad, sino el complejo de posibilidades que viven en ella y que nunca se realizarán. Una persona no es solo lo que ha sido, sino todo lo que podía haber sido y que nunca fue.
Eduardo, tú nos has enseñado a ver a las personas con los ojos de Dios. Miro tu foto y me parece que sonríes…
Quizá he hablado demasiado... gracias, Eduardo.